(02022020)

O eso pensé fugazmente cuando me despedí de ti mientras dormías. Pensé: sea como sea – sea el mar que sea el que nos separe y vincule-: amar es la acción definitiva, una especie de danza armónica de emociones e ideas hechas materia, puestas en marcha, transformándose en cada gesto e intención, irreducibles a un verbo. Un suceso situado que nos convierte en cuerpo, la red fluvial de nuestra sangre, el agua en todas las células que se eriza cuando la luna crece y que se envenena de prisa, deprisa y sin piedad a menos que se deje transformar como el manantial deriva en torrente con la lluvia. ¿Nos dejamos transformar? Más bien nos lanzamos a ciegas por el precipicio de la transformación, apenas con dos alas endebles de algodón y humo que tienen el caro propósito de aliviar el golpe de la caída. Me transformo de arriba a abajo para encontrarme con mis lados: al caerme o reboto o explosiono y soy todo sesos esperacidos, todes eses esperacides que caen y explotan y se vuelven a levantar también, todas eses del viento que me aprisiona y me acaricia. Porque yo fui viento sin ser siquiera aire y te amarré a mi carroza de presiones y vendavales. Pensé que extrañabas el calor que por entonces quería ofrecerte sin límite cuando a veces ni podías con el tuyo, así que decidí cargarte en la espalda mientras dormías y viajamos al sol una noche de verano, sin equipaje apenas, como dos perras de fuego, hambrientas y empezando a sospechar de cualquier camino celestial por la ausencia de semejantes. Volvimos a encontrarnos al caer, pues el universo es impredecible y bastaron pocos minutos para que una ráfaga me hiciera olvidarlo todo y te sacudiera de un soplido. Me golpeaste por el susto y ambes tropezamos: yo me reía intentando desenmarañarme los pelos enlazados a mis uñas y tú hacías fotos a todo lo que veías antes de volverte a dormir.

Así que desperté porque me interrumpió el doctor Prince, que había venido a oscultar a mi bebé nonagenario seis horas después de que llamara a emergencias. Afortunadamente, pudo medirle la temperatura metiéndole un aparato por la oreja y ha decidido preparar un brebaje para su sanación que tiene el mismo color que sus flemas; amarillo y espeso, con sabor a plátano, 10 ml. Poco más puedo añadir. Ya hablé de las trampas del tiempo activadas durante este par de décadas; he publicado cartas que nunca envié y continúo igual, hablándole a la luna para despertar un día mude, con mi lengua bicéfala transparente en reposo en el paladar, sin mucho margen para deslizarse por el scrolling de este espacio grisáceo en proceso de virtualización.

Me siento como una caracola fosilizada y medio rota, enterrada bajo las orillas de una playa kilométrica. O como una palabra de un libro mojado cuya grafía se ha transformado en un lamento visual. “Me siento y lo escribo”, mejor dicho… escribo en sucesión metáforas que me inviten a sugerirme, a rodearme y exponerme, a celebrar este día. Pues llevo esperándolo desde que tengo uso de razón. He de reconocer que descubrir la perfidia del calendario gregoriano me hizo olvidar la casuística numérico-mágica de febrero, al que tocaron pocos días por segundón. He de reconocer que la claridad no es lo mío, al menos ahora, sentade como estoy, escuchando un tic tal de reloj analógico, escuchando a una persona cuya memoria se difumina al buscar una y otra vez, durante horas, sus llaves… Yo he perdido tantas llaves que no podría hacer un recuento  certero. No me enorgullece porque hasta mis pamadres me han negado la entrada a su domicilio familiar sin sus presencias, no vaya a ser que les pierda la casa también al crear un loop temporal con mi fuego que consumo y domo con cada cacho de planta seca envuelta en algo que me fumo como me fuman a mí mis pensamientos. Más que metáfora es metonimia: tras años observándome, sigo deteniéndome cotidianamente unos cuantos nanosegundos e incluso uno, dos o tres segundos al atravesarme un pensamientoconemoción que me dificulta la respiración regular, como esta frase. Ya quedan lejos las mañanas de despertarme asfixiade tras viajar a conversaciones de completos desconocidos y velar por la empatía de sus comunicaciones. Ya quedan lejos los sueños de lo mismo, puesto que anteayer os soñé a todxs, a menos a ustedes tres, y al parecer tenía yo mis asuntos porque no desperté ni triste siquiera. Puede que un “buen profesional” se detendría en un recuerdo: embalse de San Juan, tres o cuatro años. Jugué y me enamoré de un chico de mi edad cuyo padre era un machirulo. Al marcharnos, el coche de mis padres iba por delante del de los suyos y yo miraba por la ventana trasera de ese renault blanco viejecito y me despedía, y me entraba una congoja que me duró años, hasta ahora, vaya. Por eso lo importante es según para quién y en qué momento, dada la naturalización de jerarquías que cometemos impunemente como buenas antenas de las macroestructuras que somos. Por eso amar es un vessel, una nave espacial, como la Tierra y nuestros cuerpos, que atraviesa todas las historias para enlazarnos con lo que sea que dinamita los regímenes necrománticos que pululan en relativa sincronía por la tierra.

Por eso te escribo otra carta que nunca te enseñaré a menos que me lo pidas; entiéndeme, son viejas costumbres que como fetiches movilizo los días de invierno en los que me he cansado de ir pestaña por pestaña buscando mis deberes que pospongo, no vaya a ser que me llegue el apocalipsis a medianoche y no tenga si quiera un rimmel decente para protegerme los ojos de las bolas de fuego hialúrico que escupirán todos los seres humanos maquinizados por sus deseos de transcendencia. Por eso no me entiendo ni yo y después de esta historia de amor que me has regalado, ser de las estrellas, ser perseguidx y adoradx (nunca a partes iguales) por esta Europa vampírica que ceba a los seres que la pisan para devorarlos en sus sueños, ser de piel tersa y morena y peluda como la mía… por eso no te pido ni que me leas, ni que me entiendas, ni que me beses, ni que me cuentes de verdad lo que sientes una vez más, por si hay algo que se me escapa, por si debería dejarte unos días más en el congelador o sacarte de paseo con mi bebé nonagenario o tirarte al canal al amanecer, cuando los cisnes empiezan a cazar peces e insectos, cuando yo despierto y olisqueo por si me has visitado en sueños, cuando lo que pasa es, sencillamente, que los momentos de amar y ensueño pasan como (recapitulemos casuísticamente:) estrellas fugaces, mariposas, mariquitas, olas de mar, fases lunares, amores pasionales, regímenes globales y eras glaciales. Porque amar es amarse y amarse es transformar(se), porque se sabe sin necesidad de hacer un pacto con sangre que la llave de la puerta del lamento del océano se encuentra en tu corazón, arrítmico como el mío, mecido por tu pecho miedoso de hacer mucho ruido. Abandonaré las alturas por unos días, o eso intentaré por octavo año consecutivo, para permitir a mi cuello resquebrajarse sin sufrir los embistes del viento a menos cuarenta y pico grados. Abandonaré los lugares virtuales donde pretendo buscar para poder encontrarte de nuevo, ’cause I’m a spy in the house of love, como el vampiro de Jim Morrison, y el amor me pide que me recoloque, que me sitúe, que tome aire y escriba para ordenar al universo empoderarnos para luchar, con o sin alas, con o sin dinero, transformando, robando, pidiendo, amando, rompiendo, creando, riendo, bailando, destapando, desenmascarando, descentralizando, irrumpiendo, imaginando… Atreviéndonos ya de una vez, amor, a amar y dejar ir, a amarnos y dejarnos ser, a amarles e invitarles a transformarse o a morir antes de que acaben con nosotres. No hay serie más emocionalmente preocupante que la de esta vida y yo trato de optar por intervenir antes que observar o enunciar el proceso de la desaparición del amor de nuestra intersubjetividad, de unx ‘nosotrxs’ que comienza a ser leyenda. Así que reposa, little bird, nútrete y descansa: porque esto solo acaba de empezar.