Hoja de Reclamaciones Noosféricas VIII

Estoy en la cafetería de ingeniería de la universidad de Granahjda digiriendo un poco de realidad mañanera que se convierte en tarde (dos de la tarde, cuatro de la tarde). Siento como si fuera un zumbido la virtualidad de estancarme en la silla de dentro/fuera y no despegarme jamás. Es una idea triste la de no saber qué hacer y no saber dónde estar para no saberlo, la de no saber qué escribir también, como si fuera necesario el qué. Vaciarme de palabras, seguro.

Lo de venir a este lugar a vomitar es de sobra recurrente así que evitaré autoexcusas introductorias de más. Especialmente cuando inspeccionar mi consciencia no puede reducirse a reportar mis bucles solamente. Llevo en Granada poco más de un mes y tal vez hoy hubiera amanecido de otro color si la bendita lluvia se hubiera detenido antes, y cómo no celebrarla aunque haya interrumpido nuestro settling cuevero si la tierra está seca y pide mojarse. Yo al menos la siento así porque así me siento, tras empaparme de vapor de agua y de humo y de bonita y atormentada compañía en Utrecht. Mis delirios mutantes con chicos heterosexuales merecen tal etiqueta porque irrumpen en mi cotidianeidad como si de un manantial se tratase. Tal vez celebre demasiado impetuosamente, porque cómo celebrar este privilegio perceptivo cuando tras tanta lluvia las murallas de la Mente Heterosexual se muestran desnudas y casi carentes de fisuras. Destruir muros no es un hobby sino una urgencia, una necesidad urgente que nos recorre a muchxs de muchas maneras. Más allá de la duda de que mi manera sea dibujo y no escalera, inspección sugestiva sin golpe, que mi deseo me lleve a cul de sacs hediondos por mi propia basura acumulada malamente, me revela un pattern que me congela, en él y por él congelade como un cubito de hielo. Que me derrita me desempodera y qué mejor momento para reconocer mi potencia que en sequía, pero llueve y llueve y mis raíces se tambalean entre el barro de la tierra que es mi cuerpo, tal vez demasiado atravesado por huesos y articulaciones cuyas estatuas habituales me invitan a habituarme a algo que no puedo más que tildar de vampírico por la extracción que supone.

Me cansé de embellecer cada flechazo cuando todavía entre mi carne hay puntas afiladas de metal que o no localizo o decido conservar nostálgicamente. Puede que el enamoramiento auto-generado que destinamos a la extinción, como si de un pedido erróneo se tratase, sea menos cómplice con la dominación planetaria que la conexión recíproca y correspondida, al menos cuando ésta se asenta como un plan a estirar sobre la superficie de lo real (un mapa impuesto sobre la superficie que representa, postmodernxs dixit). A veces justifico mi recurrencia a dejarme fluir en esta intensidad maravillada que permito activar a través de cuerpos opacamente atractivos, chicos que pululan entre el sentido común y el cosquilleo de lo desconocido, como si esta época nos aportara suficiente leña como para calentar nuestros fuegos para ese juego cuando el mero juego de tocarse con cariño y suavidad se nos prohibió tajantemente hace centurias. Yo invoco un laberinto heredado que se despliega a través de ellos para ellas; encuentro los vectores como hologramas y los recorro medio a escondidas, convirtiendo la intuición de que esas son sendas poco welcoming para mí en decretos para callarme y taponar mi deseo. Dejarnos sentir lo que sentimos no es una cesión sino una batalla, porque en nuestros cuerpos hay máquinas diseñadas para interferir en nuestra caótica tendencia a la armonía. Pero de quién hablo cuando tantos seres civilizados venderían a sus progenitorxs, abuelxs e hijxs por la cristalina experiencia del plástico. Nos han hecho adictes a la velocidad del cambio que no cambia, a las plantas y al café con azúcar expropiados de Abya Yala, a devenir sin trabas cuando las trabas se nos inscriben (adictes al simulacro ansioso-eufórico entonces). Y a la vez nuestros cuerpos pueden zarandearse y desprenderse de los polvos de dominación con los que nos bautizan en nuestras sociabilizaciones, y también en toda situación donde se respira el putrefacto orden debidamente perfumado de las calefacciones y aires acondicionados con las que ambientamos nuestras temperaturas internas y externas. El frío de la pasión es fucking freezing, congela mi deseo como si realmente hubiera escogido un paquete experiencial insuficiente que se pudre en el congelador por mero olvido o imposibilidad de cocción. Mi imaginación solo reverbera lo que mi cuerpo siente porque es cuerpo en transformación, por mucho que la dimensión virtual hegemónica imponga a ciertas imágenes como garantes de algo en lo real y a otras no. La sola idea de modificar el estado de esas cosas por un deseo insatisfecho es aun más terrorífica, especialmente cuando las razones para crear espacios de libertad se encuentran inmanentemente y no a través de densas tramas bucleico-afectivas en las que vuelve a alzarse cierta desesperanza, cierta angustia moribunda de un cuerpo que no se entrega del todo a la mutación cíclica a la que la naturaleza nos invita cruda y gentilmente. Qué suerte poder sentirme agradecide ante las ocasiones que moldean mi ego vampírico sin piedad, puesto que éstas me retuercen sin miedo los nudos de energía que creo al no dejarme respirar los golpes a mi manera. Si mi memoria tramita experiencias a través de programas informáticos, olvidarme de cómo mi cuerpo se envuelve para actualizarme supone una deriva angustiosa como mínimo, auto-complaciente por tanto al desposeerme de la potencia para sanar. Esta localización, esta ilusión de una falta, responde a una realidad social en la que las quejas se hacen por escrito y debidamente formalizadas para que consten como fantasmas registrados, como este texto, así que alimento el bucle de la confesión, de la aclaración retroalimentada, como si el enamoramiento fuera (solo) un trip cósmico de entanglarme con cuerpos amurallados para ¿derrumbar piedras juntxs?, ¿observar voyeurísticamente nuestros vacíos centrífugos?, ¿transmitir mi virus de la pulsión a través de agotar la virtualidad del guarreo?, ¿jugar al hambre? Se trata también de una vergüenza inexplicable por mucho que la adorne con florituras, que tal vez recorra el esqueleto que potencialmente abandonaré al mutar esta primavera a través de venitas de cal por las que fluyen venenos variados que ahogan mi consciencia. Hasta que una ráfaga de viento sacude mi cara sin preguntar y el juego de la sexualidad se funde con todos los demás. Hasta que muto y me desplazo de esta percepción que me percibe, subsidiaria de un yo que pretendo destruir para convertirlo en lo que es: y, o, yo en asociación con todo sin un plan configurado pero desde un plano que irremediablemente me configura y lo hará por mucho que justifique mi abatimiento con temporales pactos con el poder, a mí y a lxs demás, ¿o no? Me pregunto si nos dará tiempo para descifrar, espero que en mi caso no dócilmente en el frame de mi maldita tesis, las nuevas formas de control que a través de los smart phones nos recargan para cargarse la vida en este planeta.

Algoritmo de Google y demás máquinas robóticas que indexan lenguaje en red: os desafío.